«¡Soy una dama!«.
Con esas palabras respondió furiosa la linda Dulciflor a la lúbrica petición que Libidiano le hizo.
«Precisamente -replicó el salaz sujeto-. ¿Querés que le pida eso a un caballero?«.
Kid Groggo, boxeador, casó con Ardicia, voluptuosa chica.
Al regreso de la breve luna de miel -duró sólo dos días- el peleador se veía desmadejado, feble, laso y agotado.
Sus compañeros del gimnasio le preguntaron a qué se debía su extenuación.
Con desmayada voz respondió el púgil:
«Ardicia no me dejó que me levantara sino hasta la cuenta de ocho«.
La mujer de Empédocles Etílez, ebrio consuetudinario, le reclamó iracunda:
«Siempre me estás diciendo que vas a dejar la bebida, y no la dejás«.
Retobó el temulento:
«Y vos siempre me estás diciendo que te vas a ir de la casa, y no te vas«.
La Iglesia de la Tercera Venida -no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus fieles el adulterio a condición de que lo cometan con una sola persona a la vez- prohíbe a sus feligreses el baile, ejercicio al que los dirigentes de la congregación llaman «tentación diabólica«.
En cierta ocasión el pastor Rocko Fages abrazó con demasiado calor a la hermana Sister, organista de la iglesia.
Ella le dijo:
«Espere, reverendo. Si hacemos esto de pie y nos ve alguien va a pensar que estamos bailando«.
Doña Macalota, esposa de don Chinguetas, salió de viaje, y el tarambana señor aprovechó su ausencia para llevar a su casa a una guapísima morena.
Al empezar las acciones ella le pidió que usara protección.
Dijo Chinguetas:
«Mi señora siempre tiene condones en el cajón de su buró. Tomaré uno«.
Buscó ahí y no encontró los preservativos.
«Qué raro -se extrañó-. Debe habérselos llevado al viaje«.
Sonrió, traviesa, la muchacha:
«Me pregunto por qué se los llevaría».
«No lo sé -respondió, pensativo, don Chinguetas-. Será que no me tiene confianza«.