Lo que parece ser una mujer alejándose de sus velas
es en realidad una mujer animada
a prenderle fuego a sus oraciones,
dejarlas abandonadas y ardiendo
más allá del reconocimiento.
En ese calor, los intermediarios de Dios
se desnudan hasta el alma
mientras yo presiono mi frente
contra las frías tumbas de los santos
y murmuro mis reproches.
Entre velas e incienso,
¿cuántas almas aparecen con olor a humo?
¿Cuantas aparecen oliendo
como una casa en llamas,
como libros en llamas,
como el incendio de un pueblo,
como un collar hirviendo?
En algún lugar, alguien está derribando
una casa sobre su dueño,
mientras mis seres queridos se levantan
de sus propios hornos privados.
Al final del día, permanecen en silencio
en el rincón más oscuro de una capilla
y no reservarán a Dios
mientras se nutre del cuerpo discreto
y humeante de cada oración.
Se alimenta rodeado
de lo que los dioses dejan atrás:
mechones de cabello,
salpicaduras de almas,
huesos, sangre…