Incurable ante cualquier verdad
que no sea la certeza del duelo,
vi un árbol dentro de un árbol
elevarse caleidoscópicamente
como si sus hojas fueran fantasmas.
Presioné mi cara al dolor lo más cerca
que pude para observar ese espíritu
caprichoso y fluido que parecía un solo
ser indefinido, cúmulo de innumerables
seres de una sola mente, transportando
su extraña cohesión más allá de los límites
de mi visión sobre la casa hacia el cielo.
Siempre supe que esas hojas eran pájaros.
Por supuesto que el viejo árbol estaba
exactamente donde siempre estuvo y
aunque la mente de un hombre pueda
dotar hasta un árbol con exceso de vida
de la que el hombre parece testigo,
la vida no es la vida de los hombres.
Y ahí es donde entró la alegría.