
Dije
Quédense, les dije a las flores cortadas.
Ellas inclinaron sus cabezas más bajas.
Quedáte, le dije a la araña, que huyó.
Quedáte, hoja.
Se enrojeció, avergonzada por mí y por sí misma.
Quedáte, le dije a mi cuerpo.
Se sentó como lo hace un perro obediente por un momento,
y pronto empezó a temblar.
Quedáte, le dije a la tierra de prados del valle ribereño,
de escarpes fosilizados, de piedra caliza y arenisca.
Miraron hacia atrás con expresión cambiante, en silencio.
Quédense, les dije a mis amores.
Cada uno desapareció,
para siempre.
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