
Destellos
Otra mañana de sequía después de un aguacero demasiado breve al amanecer, inexplicables destellos plateados en las hojas de los arces marchitos.
Pienso en una tropa de bienaventurados dichosos acercándose a Dante, “cien esferas brillando”, exclama con entusiasmo, “las perlas más puras…”,
luego de los espantosos, brillantes e innumerables destellos en la lámpara de los ojos del vasto enjambre de murciélagos que encontré una vez en una cueva.
Una cámara cuyas paredes hervían con una alfombra sin espacio para las criaturas y sus cacofónicos, agudos, insistentes e incesantes chillidos.
Agitando el aire cálido, rancio y empalagoso; de como uno, perfectamente inmóvil entre todos los demás que se retorcían irregularmente, estaba mirándome directamente, solemnemente, pensativamente de arriba hacias abajo en el intrincado pelaje de sus alas, como si no pudiera creer que yo estaba allí.
Estaban tratando de ubicarme para situarme en el nudo del que habíamos evolucionado, y ahora, los árboles todavía brillan desgarradoramente.
NI el alma, ni la persona, ni la vida.
De nuevo el murciélago, y yo, nuestras vidas en ese momento juntos, nuestras vidas, nuestras vidas…
La suya sin visión del esplendor celestial, sin poemas; la mía sin vuelo, sin carrera certera a través de la oscuridad.
La suya sin darse cuenta que, de pronto, dejaría de existir. La mía con el conocimiento por los dos de saber que todo se termina.
El mundo, el más allá, incluso la memoria, se desvaneció como la película de un vapor incierto del final de una lluvia lujuriosa.
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