Llegó sin avisar, y me dijo de buenas a primeras:
–Soy el cero.
No respondí. Antes de hablar con él debía saber si era un cero a la izquierda, o si valía algo. Él se dio cuenta de mi vacilación.
–Sé lo que está pensando -declaró-. Teme que sea yo un cero a la izquierda, indigno de todo trato con usted. Debe saber que nadie nunca es un cero a la izquierda. Todos estamos al lado de todos; nadie vive solo en el mundo. Todos valemos algo, y en soledad todos dejaríamos de valer. Así, nuestro valor depende del valor que demos a los demás.
Las palabras del cero me apenaron, pues lo que decía era verdad. Me sentí entonces un cero a la izquierda.