Don Otelio era celoso en grado extremo.
Sufría esa pasión, los celos, a la que Shakespeare llamó «the green-eyed monster«, el monstruo de los ojos verdes.
Yo he conocido hombres así, atormentados por los celos. Suelen ser individuos feos casados con mujer hermosa, o vejancones que andan con muchacha joven.
A esa especie de infelices pertenecía don Otelio.
Varias veces durante el día llamaba por teléfono a su esposa para saber dónde estaba.
«Estoy en la casa, en la cocina -le decía la señora-. ¿Dónde más podría estar?«.
«A ver -le exigía don Otelio, suspicaz-. Si es verdad que estás en la cocina enciende la licuadora«.
La esposa la encendía, y el ruido que hacía el aparato tranquilizaba al celoso marido.
Una tarde don Otelio llegó a su casa antes que de costumbre y se encontró con una novedad que lo sobresaltó: su mujer no se hallaba en la casa.
Le preguntó a la empleada doméstica: «¿Dónde está la señora?«.
Respondió la mucama: «Salió, como todas las tardes«.
«¿A dónde fue?» -inquirió don Otelio temblando de inquietud.
«No sé -contestó la fámula-. Pero siempre se lleva la licuadora«.