Éste era un barco que encalló en la isla. Después de navegar por todo el mar de este mundo -los hombres dicen que son siete, pero es solamente uno-, aquel barco fue a quedar quieto en la playa, al lado de las palmeras femeninas y de los sándalos que perfuman con sólo que alguien diga su nombre en algún lado.
Y sucedió una cosa: al barco le gustó la tierra. Sus maderas empezaron a echar raíces, y bien pronto brotaron hojas de los mástiles.
Sus jarcias se cubrieron de extrañas flores y de raros frutos que nadie jamás había mirado, pero cuya belleza era inefable, como inefable también era su dulzor.
Este cuento nos dice una verdad.
Y más verdades hay en sólo un cuento que en todas las historias.
He aquí esa verdad: los barcos son árboles que se van.
No conocen la quietud; por eso no dan frutos.
Quien no echa raíces jamás echará frondas ni dará nunca fruto.
Sin profundas raíces en el suelo no hay elevadas ramas en el cielo.